Os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras. (1º Cor. 15:3-4)
El Evangelio, la Buena Nueva, puede resumirse así: Dios se acerca al hombre y le tributa una buena acogida al pecador sobre la base de una justicia y perfectamente satisfecha por el sacrificio de Jesús.
En los Evangelios vemos a Jesucristo, venido a la Tierra, desplegando abundantemente la Gracia de Dios a favor de todos. Lo hizo para con una mujer adúltera, para con un malhechor clavada en una cruz, para con personas que no tenían esperanza alguna de ser liberadas de sus enfermedades y de sus pecados. Había venido para eso.
Cansancio, contradicción, traición, burlas... nada pudo detener Su Divino Amor, móvil de todo lo que hacía y de todo lo que decía.
Pero no solo había venido para hacer palpable el Amor de Dios. También era necesario que Él llevara nuestros pecados, que soportara el castigo de ellos, y que fuera hecho pecado para que, mediante Su muerte, el pecado fuera eliminado ante Dios.
Había venido para sustituirnos y cumplir la condena de muerte que merecíamos. De esa manera, Su muerte en nuestro lugar detuvo la demanda judicial entablada contra nosotros. Llegó a ser nuestra justicia, o sea, El que nos hizo justos ante Dios.
Cristo glorificó a Dios en todo de una manera incomparable en Su vida y en Su muerte. Era justo, pues, que Dios le resucitara y le hiciera sentar a Su derecha en el Cielo. Y allí donde Él está, allí estaremos también, compartiendo la felicidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo de Dios.
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